Comienzo de uno de los capítulos de Giuseppe
El viaje de José
El viaje de José
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l cura, comenzó a
buscar a las monjas que venían en el tren y todavía no bajaban, hasta que José
vio a las tres religiosas de blancos hábitos en el andén, donde se ubicaba el
último vagón, ese era el furgón, donde transportaban los equipajes, estaban
retirando una serie de cajas y valijas, José llamó al cura y le señaló a las
religiosas, los dos se dirigieron hacia ellas y se presentaron, ellas, miraron
desconcertadas al padre que con su casaca de cuero, lo que menos parecía era un
cura, seguramente ellas esperaban un canoso y encorvado viejito, vestido con su
hábito negro hasta el piso, luego de pasada la sorpresa, las monjas
agradecieron la ayuda del cura y la de José, con el abundante equipaje, que
cargaron en un viejo taxi, en las afueras de la estación, ayudados por el jefe,
al cual aprovecharon para agradecer el desayuno, y partieron, ellos adelante,
en la vistosa moto inglesa y las monjas detrás, en el decrépito taxi, que subió
bufando y largando una columna de humo por la tapa del radiador, hasta la
parroquia, donde llegaron seguidos por una corte de chicos descalzos y rostros
que denunciaban su origen local.
El cura Mario, que así se llamaba, ya había preparado
un cuarto para depositar todo el equipaje de las monjas, el problema era que traían un lote de
vacunas, ellas lo traían acondicionado con un trozo de hielo y este ya estaba
casi totalmente derretido, en la parroquia solo tenían una refrigeradora que
funcionaba a hielo, en la cocina, Mario la hizo vaciar y allí colocaron las
valiosas vacunas, luego instalaron a las monjas en un cuarto, que también
estaba preparado para ellas y el cura le pidió a José si podía ir a prestar
ayuda a la cocinera, ese día estaría muy ocupada, luego del almuerzo, el cura
Mario se reunió con las monjas, para juntos planear la estrategia, que debían
emplear para salir a vacunar, por los pueblitos en el interior de la provincia,
le preguntó a José si los podía acompañar, pues faltaba un hombre para las
tareas pesadas, José sin otra cosa que hacer dijo que si, él se sentía un tanto
incomodo, pensando que nunca había estado de acuerdo con los cuervos, como él
llamaba a los curas y ahora sin quererlo estaba trabajando codo a codo con uno
de ellos y sin embargo sentía que estaba a gusto ayudando a gente humilde que
no tenían nada.
Al otro día
temprano llegó a la parroquia una ambulancia y un pequeño camión, guiados por
dos muchachos autóctonos, de la zona y de rasgos inconfundibles, particulares
de los collas, con esos vehículos partirían a recorrer los pueblitos, a examinar
a los viejos habitantes y vacunar a los más chicos de la puna, ese día se la
pasaron en preparativos, el viaje duraría unos cuantos días por eso había que
prever todo, Mario le contó que irían a pueblos donde no había caminos para
llegar.
Por fin el día llegó, a la madrugada del día indicado,
paró un taxi frente a la parroquia donde ya los choferes estaban cargando
bultos con ropa y alimentos que le llevarían a los pobladores de los lejanos y
perdidos pueblitos que visitarían, diseminados por las impresionantes
extensiones de la cordillera de los Andes y que eran producto de donaciones
conseguidas por el padre Mario, del taxi bajaron un hombre y una mujer, los dos
eran médicos del hospital de la ciudad y saludaron con efusividad al padre y a
las tres monjas, con ellos estaba completa la dotación, desayunaron todos en la
cocina, y luego de despedirse de la atareada cocinera, partió la caravana de
dos vehículos, las tres monjas y los dos médicos se acomodaron en la cargada
ambulancia y José y el padre Mario en la cabina con el chofer que iba
masticando, chabchando, como decían ellos, el acullico de coca, costumbre
generalizada en la zona para combatir el soche, o mal de las alturas. Los dos
choferes hablaban Aymara y solo unas pocas palabras de castellano, por lo que
la comunicación con ellos era muy escasa, apenas salieron de la pequeña, pero
bella ciudad, comenzaron a rodar por las pedregosas rutas de la puna, hacia el
primer pueblito. Algunos de ellos no lo llegaban a ser, eran solo un caserío en
que generalmente sus habitantes eran integrantes de una misma familia, cuando
veían llegar a los dos vehículos, se escondían, el padre Mario, era el único que los podía convencer que se dejen
revisar y vacunar a sus hijos, a veces tenían que pedirle a los choferes que
les expliquen a las desconfiadas madres, en su lengua, lo que ellos hacían. La
diferencia no solo era de idioma sino también de costumbres, ellos tenían otra
cultura y otras costumbres, hasta otros dioses y les habían prohibido creer en
ellos, así que cuando veían llegar un blanco, creían, con razón que les venían
a sacar algo más y si aceptaban como en este caso hacer lo que le pedían, era
por miedo y no por otro motivo. El primer día solo vacunaron y revisaron a los
habitantes del primer caserío que tocaron, eran todas mujeres y niños, y dos
viejos arrugados más por el clima inclemente que por los años, luego de la
revisión y vacunación les dieron una caja con alimentos y algo de ropa de
abrigo usada que traían, aceptaron con desconfianza los alimentos, pues eran
extraños para ellos y vacunaron a dos mujeres embarazadas, luego de eso los
choferes conocedores de la zona recomendaron quedarse en el poblado pues ya era
muy tarde y la temperatura, apenas baja el sol en esas alturas, desciende de
golpe. Sacaron dos carpas que llevaban y las armaron, una para las mujeres y
otra para los hombres, los choferes durmieron abrigados en la ambulancia,
después de cenar una sopa que hicieron en un fogón y ya instalada la noche con
su manto helado y su techo de inmensas e interminables estrellas, todos se
durmieron.
Al
amanecer, bajo el imperio de un frío
1 comentario:
fracción de un capitulo de, Giuseppe, una historia de inmigracion
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