miércoles, 1 de octubre de 2014

Comienzo de uno de los capítulos de Giuseppe                               



                                                            El viaje de José

 


E
l cura, comenzó a buscar a las monjas que venían en el tren y todavía no bajaban, hasta que José vio a las tres religiosas de blancos hábitos en el andén, donde se ubicaba el último vagón, ese era el furgón, donde transportaban los equipajes, estaban retirando una serie de cajas y valijas, José llamó al cura y le señaló a las religiosas, los dos se dirigieron hacia ellas y se presentaron, ellas, miraron desconcertadas al padre que con su casaca de cuero, lo que menos parecía era un cura, seguramente ellas esperaban un canoso y encorvado viejito, vestido con su hábito negro hasta el piso, luego de pasada la sorpresa, las monjas agradecieron la ayuda del cura y la de José, con el abundante equipaje, que cargaron en un viejo taxi, en las afueras de la estación, ayudados por el jefe, al cual aprovecharon para agradecer el desayuno, y partieron, ellos adelante, en la vistosa moto inglesa y las monjas detrás, en el decrépito taxi, que subió bufando y largando una columna de humo por la tapa del radiador, hasta la parroquia, donde llegaron seguidos por una corte de chicos descalzos y rostros que denunciaban su origen local.
El cura Mario, que así se llamaba, ya había preparado un cuarto para depositar todo el equipaje de las  monjas, el problema era que traían un lote de vacunas, ellas lo traían acondicionado con un trozo de hielo y este ya estaba casi totalmente derretido, en la parroquia solo tenían una refrigeradora que funcionaba a hielo, en la cocina, Mario la hizo vaciar y allí colocaron las valiosas vacunas, luego instalaron a las monjas en un cuarto, que también estaba preparado para ellas y el cura le pidió a José si podía ir a prestar ayuda a la cocinera, ese día estaría muy ocupada, luego del almuerzo, el cura Mario se reunió con las monjas, para juntos planear la estrategia, que debían emplear para salir a vacunar, por los pueblitos en el interior de la provincia, le preguntó a José si los podía acompañar, pues faltaba un hombre para las tareas pesadas, José sin otra cosa que hacer dijo que si, él se sentía un tanto incomodo, pensando que nunca había estado de acuerdo con los cuervos, como él llamaba a los curas y ahora sin quererlo estaba trabajando codo a codo con uno de ellos y sin embargo sentía que estaba a gusto ayudando a gente humilde que no tenían nada.
Al otro día temprano llegó a la parroquia una ambulancia y un pequeño camión, guiados por dos muchachos autóctonos, de la zona y de rasgos inconfundibles, particulares de los collas, con esos vehículos partirían a recorrer los pueblitos, a examinar a los viejos habitantes y vacunar a los más chicos de la puna, ese día se la pasaron en preparativos, el viaje duraría unos cuantos días por eso había que prever todo, Mario le contó que irían a pueblos donde no había caminos para llegar.
Por fin el día llegó, a la madrugada del día indicado, paró un taxi frente a la parroquia donde ya los choferes estaban cargando bultos con ropa y alimentos que le llevarían a los pobladores de los lejanos y perdidos pueblitos que visitarían, diseminados por las impresionantes extensiones de la cordillera de los Andes y que eran producto de donaciones conseguidas por el padre Mario, del taxi bajaron un hombre y una mujer, los dos eran médicos del hospital de la ciudad y saludaron con efusividad al padre y a las tres monjas, con ellos estaba completa la dotación, desayunaron todos en la cocina, y luego de despedirse de la atareada cocinera, partió la caravana de dos vehículos, las tres monjas y los dos médicos se acomodaron en la cargada ambulancia y José y el padre Mario en la cabina con el chofer que iba masticando, chabchando, como decían ellos, el acullico de coca, costumbre generalizada en la zona para combatir el soche, o mal de las alturas. Los dos choferes hablaban Aymara y solo unas pocas palabras de castellano, por lo que la comunicación con ellos era muy escasa, apenas salieron de la pequeña, pero bella ciudad, comenzaron a rodar por las pedregosas rutas de la puna, hacia el primer pueblito. Algunos de ellos no lo llegaban a ser, eran solo un caserío en que generalmente sus habitantes eran integrantes de una misma familia, cuando veían llegar a los dos vehículos, se escondían, el padre Mario, era el  único que los podía convencer que se dejen revisar y vacunar a sus hijos, a veces tenían que pedirle a los choferes que les expliquen a las desconfiadas madres, en su lengua, lo que ellos hacían. La diferencia no solo era de idioma sino también de costumbres, ellos tenían otra cultura y otras costumbres, hasta otros dioses y les habían prohibido creer en ellos, así que cuando veían llegar un blanco, creían, con razón que les venían a sacar algo más y si aceptaban como en este caso hacer lo que le pedían, era por miedo y no por otro motivo. El primer día solo vacunaron y revisaron a los habitantes del primer caserío que tocaron, eran todas mujeres y niños, y dos viejos arrugados más por el clima inclemente que por los años, luego de la revisión y vacunación les dieron una caja con alimentos y algo de ropa de abrigo usada que traían, aceptaron con desconfianza los alimentos, pues eran extraños para ellos y vacunaron a dos mujeres embarazadas, luego de eso los choferes conocedores de la zona recomendaron quedarse en el poblado pues ya era muy tarde y la temperatura, apenas baja el sol en esas alturas, desciende de golpe. Sacaron dos carpas que llevaban y las armaron, una para las mujeres y otra para los hombres, los choferes durmieron abrigados en la ambulancia, después de cenar una sopa que hicieron en un fogón y ya instalada la noche con su manto helado y su techo de inmensas e interminables estrellas, todos se durmieron.
Al amanecer, bajo el imperio de un frío 

1 comentario:

fernando dijo...

fracción de un capitulo de, Giuseppe, una historia de inmigracion