jueves, 30 de octubre de 2014

 Otro relato de viaje por nuestra querida latinoamerica 


       
                  Dando las gracias al Tata Inti


En esas soledades y a esas alturas, el silencio se podía escuchar, algo tan simple como la carrera de una lagartija, era una sinfonía de sonidos, sonaban como los golpes dados en un timbal, el graznido de una de las grandes aves que señoreaban por el inmenso y celeste cielo, sonaba mas fuerte que el mas poderoso instrumento de viento, ellas contrastaban con sus desordenados plumajes contra el espectacular y límpido cielo azul.
El muchacho,se sentó cansado, a un costado del camino.Con la boca seca y traspirando por culpa del brillante e implacable sol, que asolaba al paisaje en ese momento, el muchacho se distrajo observando en esos momentos la única nube, era alargada y semejaba un mechón de algodón, avanzaba sintiéndose la única dueña del cielo.
No sabía cuanto tiempo estuvo sentado allí, de repente se sobresaltó,le había parecido escuchar en el aire un débil sonido, mezclado con el murmullo que producía el viento castigando a los arbustos, era algo parecido a un ronroneo, muy débil, pero recién se escuchaba por primera vez, antes no lo había notado, transcurridos algunos minutos,lo escuchó algo mas nítido, los sonidos se escuchaban desde muy lejos, el aire a esa altura era muy liviano, enseguida se dio cuenta que lo que escuchaba era el rugido de un motor, estaba seguro, ningún ser de la naturaleza hacía ese ruido, entusiasmado se paró para poder ver el largo y sinuoso camino, desde allí lo veía perderse en el horizonte, subiendo y bajando inmensas ondulaciones de los cerros,pero desilusionado no vio nada.
Se sentó otra vez sobre la recalentada piedra, a un costado del camino, al poco rato se distrajo viendo una intrincada huella sobre la gruesa arena que había dejado una pequeña víbora, de un intenso color verde y que velozmente escapó hacia la pobre vegetación, que luchaba por sobrevivir bajo un grupo de arbustos.

Se sobresaltó, al oír de nuevo el ruido de un motor, pero ahora mucho mas cerca, se puso de pié y allí si, ahora lo vio, era un camión, un enorme monstruo viejo, feo y cargado hasta donde ya casi no podía con su fuerza, encima de la carga se observaba a varias personas sentadas, todas juntas. Bufando, para subir la cuesta, veía su figura casi fantasmal, su imagen reverberaba en el paisaje,pareciendo que flotaba en el, debido al intenso calor.
Un minuto después, tuvo al monstruo acercándose, confundido se paró frente a el y con su brazo en alto le hizo una seña para que pare, el monstruo le hizo caso y se detuvo junto a el, envolviéndolo en una caliente nube de polvo, el chofer, de pelo desordenado y grasiento, lo miró con sus achinados ojos, desde la altura de su cabina, calculando cuanto le cobraría por llevarlo. Enseguida se pusieron de acuerdo, solo eran unas monedas, pero tendría que viajar sobre la carga, compuesta por mercadería variada, una vez que subió sobre ella con no poca dificultad, se acomodó como pudo, detrás de las personas que ya venían viajando de esa manera. Eran cinco, toda gente autóctona, moradores del campo, o pueblos cercanos, abrigados del frío altiplano con sus multicolores ponchos y mantas, estaban rodeados por sus equipajes, también envueltos en idénticas mantas, sus cabezas lucían bien abrigadas con sus multicolores chuyos, tejidos con lana de llamas y vicuñas de la zona, por lo rudo y toscos, sus rasgos parecían tallados en la misma piedra con la que construían sus magníficos altares, dos hendiduras formaban sus enigmáticos ojos, que en ese momento, todos tenían fijos en el.

martes, 7 de octubre de 2014


un pequeño relato para ustedes
 Un viaje en tren 


El tren, como un monstruoso gusano, sobreviviente de la época de los grandes saurios, se arrastraba serpenteando y con rapidez, por la vasta llanura. El pasajero, ya llevaba contados mil novecientos treinta y dos postes de tendidos de cables eléctricos y cuatrocientos ochenta y dos árboles de distintas especies.
Ahora el infinito horizonte naranja, presagiaba la inminente proximidad de la noche y sus tinieblas.
Una isla verde, formada por diecisiete inmensos árboles, se recortaba contra el telón iluminado del cielo, de intenso color naranja. Más atrás, otra formación de árboles dibujaba una segunda isla, que se disolvía en el paisaje, era imposible averiguar la cantidad de árboles que la componían debido a la lejanía
El hombre, dejó de llevar las cuentas de lo que observaba en el paisaje y se dirigió por cuarta vez al baño, saludando por segunda vez, a la señora que viajaba en el asiento de atrás, ya que las dos veces anteriores, la señora dormía profundamente.
Luego de ocupar el baño y entretenerse en él, investigando que utilidad tenía cada uno de los botones y palancas de extrañas y bien diseñadas formas, que había en él, volvió a su cálido asiento, era el número treinta y dos, luego de acomodarse y sentirse cómodo, apoyando su cabeza en él, comenzó a mirar a través del vidrio de la inmensa ventanilla que ya mostraba la oscuridad de la noche sobre el campo y comenzó a contar las desperdigadas luces en el paisaje oculto. Minutos después, se encendieron lentamente las débiles luces del interior del vagón, son catorce, se dijo para sí, asombrándose de lo rápido que las había contado, así recostado cómodamente en su asiento, mirando de reojo a las dos atractivas chicas, sentadas al otro lado del pasillo, el sueño lo fue atrapando lentamente y con una sonrisa apenas dibujada se fue quedando dormido, acunado por el suave traqueteo del tren.
Despertó asustado cuando la hercúlea locomotora largó dos largos e intensos bramidos, advirtiendo a los madrugadores automóviles dispuestos a cruzar por delante de ella, que detuvieran su marcha. Ella, con su corte de largos y brillosos vagones, pasaría primero.
Ahora, por su ventanilla, donde el paisaje era iluminado nuevamente por la brillante luz solar, vio la barrera en la que los automóviles, detenidos pacientemente, esperaban el paso del inmenso dinosaurio. Diez minutos más tarde, haciendo rechinar sus poderosos pies de hierro, el monstruo se detuvo en la estación, donde era esperado por un equipo de cinco maleteros, que esperaban con sus carretas y cordeles para bajar el equipaje y otras cargas de los doscientos ochenta y dos pasajeros que descendieron del tren, del furgón de carga, cinco maleteros más, bajaron catorce cajones de cargas varias y ocho inmensas maletas, despachadas por algunos de los viajeros.
El pasajero se dirigió a la parada de taxis, donde nueve de ellos se ocuparon rápidamente, el último lo utilizó el, inmediatamente le dio la dirección de su destino al chofer, por precaución la traía escrita en un papel, sentado ya cómodamente en el auto, observó por la pequeña ventanilla trasera, hacia el cielo, que se iba cubriendo rápidamente y oscureciendo la naciente mañana, el chofer le comentó lacónicamente, va a llover, mientras él se distrajo mirando los números del semáforo, que en orden descendente iban marcando los segundos que faltaban para darles paso, veinticuatro, veintitrés, veintidós. Una chica que cruzó la calle en ese momento lo distrajo y observó que sus piernas eran perfectas, cuando volvió la vista al semáforo, este ya llegaba al número dos, el taxi comenzó a moverse lentamente. Después de recorrer una cuadra, pasaron frente a una plaza, seguramente la más importante del pueblo, contó veintidós árboles en ella y vio que tenía un importante monumento en el centro, se sentía bien, el entorno lo hacía sentir bien, observó las primeras gotas de lluvia que se desmoronaban por el parabrisas, se arrellanó en el cómodo asiento del taxi y se sintió confortado, que bien me siento, pensó. Me alegro de haber venido.     

miércoles, 1 de octubre de 2014

Comienzo de uno de los capítulos de Giuseppe                               



                                                            El viaje de José

 


E
l cura, comenzó a buscar a las monjas que venían en el tren y todavía no bajaban, hasta que José vio a las tres religiosas de blancos hábitos en el andén, donde se ubicaba el último vagón, ese era el furgón, donde transportaban los equipajes, estaban retirando una serie de cajas y valijas, José llamó al cura y le señaló a las religiosas, los dos se dirigieron hacia ellas y se presentaron, ellas, miraron desconcertadas al padre que con su casaca de cuero, lo que menos parecía era un cura, seguramente ellas esperaban un canoso y encorvado viejito, vestido con su hábito negro hasta el piso, luego de pasada la sorpresa, las monjas agradecieron la ayuda del cura y la de José, con el abundante equipaje, que cargaron en un viejo taxi, en las afueras de la estación, ayudados por el jefe, al cual aprovecharon para agradecer el desayuno, y partieron, ellos adelante, en la vistosa moto inglesa y las monjas detrás, en el decrépito taxi, que subió bufando y largando una columna de humo por la tapa del radiador, hasta la parroquia, donde llegaron seguidos por una corte de chicos descalzos y rostros que denunciaban su origen local.
El cura Mario, que así se llamaba, ya había preparado un cuarto para depositar todo el equipaje de las  monjas, el problema era que traían un lote de vacunas, ellas lo traían acondicionado con un trozo de hielo y este ya estaba casi totalmente derretido, en la parroquia solo tenían una refrigeradora que funcionaba a hielo, en la cocina, Mario la hizo vaciar y allí colocaron las valiosas vacunas, luego instalaron a las monjas en un cuarto, que también estaba preparado para ellas y el cura le pidió a José si podía ir a prestar ayuda a la cocinera, ese día estaría muy ocupada, luego del almuerzo, el cura Mario se reunió con las monjas, para juntos planear la estrategia, que debían emplear para salir a vacunar, por los pueblitos en el interior de la provincia, le preguntó a José si los podía acompañar, pues faltaba un hombre para las tareas pesadas, José sin otra cosa que hacer dijo que si, él se sentía un tanto incomodo, pensando que nunca había estado de acuerdo con los cuervos, como él llamaba a los curas y ahora sin quererlo estaba trabajando codo a codo con uno de ellos y sin embargo sentía que estaba a gusto ayudando a gente humilde que no tenían nada.
Al otro día temprano llegó a la parroquia una ambulancia y un pequeño camión, guiados por dos muchachos autóctonos, de la zona y de rasgos inconfundibles, particulares de los collas, con esos vehículos partirían a recorrer los pueblitos, a examinar a los viejos habitantes y vacunar a los más chicos de la puna, ese día se la pasaron en preparativos, el viaje duraría unos cuantos días por eso había que prever todo, Mario le contó que irían a pueblos donde no había caminos para llegar.
Por fin el día llegó, a la madrugada del día indicado, paró un taxi frente a la parroquia donde ya los choferes estaban cargando bultos con ropa y alimentos que le llevarían a los pobladores de los lejanos y perdidos pueblitos que visitarían, diseminados por las impresionantes extensiones de la cordillera de los Andes y que eran producto de donaciones conseguidas por el padre Mario, del taxi bajaron un hombre y una mujer, los dos eran médicos del hospital de la ciudad y saludaron con efusividad al padre y a las tres monjas, con ellos estaba completa la dotación, desayunaron todos en la cocina, y luego de despedirse de la atareada cocinera, partió la caravana de dos vehículos, las tres monjas y los dos médicos se acomodaron en la cargada ambulancia y José y el padre Mario en la cabina con el chofer que iba masticando, chabchando, como decían ellos, el acullico de coca, costumbre generalizada en la zona para combatir el soche, o mal de las alturas. Los dos choferes hablaban Aymara y solo unas pocas palabras de castellano, por lo que la comunicación con ellos era muy escasa, apenas salieron de la pequeña, pero bella ciudad, comenzaron a rodar por las pedregosas rutas de la puna, hacia el primer pueblito. Algunos de ellos no lo llegaban a ser, eran solo un caserío en que generalmente sus habitantes eran integrantes de una misma familia, cuando veían llegar a los dos vehículos, se escondían, el padre Mario, era el  único que los podía convencer que se dejen revisar y vacunar a sus hijos, a veces tenían que pedirle a los choferes que les expliquen a las desconfiadas madres, en su lengua, lo que ellos hacían. La diferencia no solo era de idioma sino también de costumbres, ellos tenían otra cultura y otras costumbres, hasta otros dioses y les habían prohibido creer en ellos, así que cuando veían llegar un blanco, creían, con razón que les venían a sacar algo más y si aceptaban como en este caso hacer lo que le pedían, era por miedo y no por otro motivo. El primer día solo vacunaron y revisaron a los habitantes del primer caserío que tocaron, eran todas mujeres y niños, y dos viejos arrugados más por el clima inclemente que por los años, luego de la revisión y vacunación les dieron una caja con alimentos y algo de ropa de abrigo usada que traían, aceptaron con desconfianza los alimentos, pues eran extraños para ellos y vacunaron a dos mujeres embarazadas, luego de eso los choferes conocedores de la zona recomendaron quedarse en el poblado pues ya era muy tarde y la temperatura, apenas baja el sol en esas alturas, desciende de golpe. Sacaron dos carpas que llevaban y las armaron, una para las mujeres y otra para los hombres, los choferes durmieron abrigados en la ambulancia, después de cenar una sopa que hicieron en un fogón y ya instalada la noche con su manto helado y su techo de inmensas e interminables estrellas, todos se durmieron.
Al amanecer, bajo el imperio de un frío